miércoles, 6 de agosto de 2014

Pelos de Punta

— Eleanor, ¿qué tal se encuentra?
— No muy mal. —Observó como Azzie bajaba de un salto y se escurría por la puerta, había terminado su trabajo por esa noche—. He tenido muchas visitas. Han puesto nervioso a tu gato, pero ha aguantado hasta que llegaste. 
— No es mi gato, Eleanor. Pertenece a la casa. 
— No — replicó ella, como si el tema ya no le interesara demasiado—, es tuyo.

Dan dudaba de que Eleanor hubiera recibido alguna visita (sin contar a Azreel, claro). Ni esa noche, ni en la última semana o el último mes, ni en el último año. Se hallaba sola en el mundo. Incluso el dinosaurio de contable que había cuidado de sus asuntos económicos durante tantos años y venía a verla una vez cada trimestre, moviéndose pesadamente y portando un maletín grande como el maletero de un Saab, ya había pasado a mejor vida. La señorita Ooh La Lá afirmaba tener familiares en Montreal, - «pero no me queda suficiente dinero para que les valga la pena visitarme, cher». 

— ¿Quién ha estado aquí? — preguntó Dan, imaginando que tal vez se refiriera a Gina Weems o a Andrea Bottstein, las dos enfermeras que hacían ese día el turno de tres a once en Rivington Uno. O quizá Poul Larson (un lento pero decente celador), había entrado a charlar un rato. 

— Como ya he dicho, muchos. Ahora mismo están pasando. Un desfile interminable. Sonríen, se inclinan, un niño menea la lengua como la cola de un perro. Algunos hablan. ¿Conoces al poeta George Seferis?

— No señora, no lo conozco. 

¿Había otros allí? Tenía razones para creer que era posible, pero no captaba ninguna sensación de ellos. Aunque tampoco era que la captara siempre.

— El señor Seferi pregunta: «¿Son éstas las voces de nuestros amigos muertos, o tan sólo el gramófono?» Los niños son los más tristes. Había un chico aquí que se cayó dentro de un pozo. 

— ¿De verdad?

— Si, y una mujer que se suicidó con el muelle de un somier. 

No tenía el menor indicio de una presencia. ¿Podría su encuentro con Abra Stone haberle debilitado? Era posible, pero en cualquier caso el resplandor iba y venía en mareas que él nunca había sido capaz de poner en un gráfico. No obstante, intuía que no se trataba de eso. Intuía que Eleanor había caído en la demencia. O tal vez se estuviera quedando con él. No era imposible. Eleanor Ooh La Lá era muy guasona. Alguien (¿Oscar Wilde?) tenía fama de haber bromeado en su lecho de muerte: O se va ese papel pintado o me voy yo. 

— Debes esperar —dijo Eleanor. Ya no había humor en su voz—. Las luces anunciarán una llegada. Puede que haya otras perturbaciones. La puerta se abrirá. Entonces vendrá tu visitante. 

Dan miró sin demasiado convencimiento la puerta que daba al pasillo, que ya estaba abierta. Siempre la dejaba así para que Azzie pudiera marcharse si lo deseaba. Normalmente lo hacía una vez que Dan se presentaba para hacerse cargo de la situación. 

— Eleanor, ¿le apetece un zumo?

— Me tomaría uno si me quedara tiem... —empezó a decir, y de pronto la vida abandonó su rostro como el agua escapa de una vasija agujereada. Sus ojos se clavaron en un punto por encima de la cabeza de Dan y su boca quedó abierta. Se le desinflaron las mejillas y el mentón casi se hundió en su escuálido pecho. El arco superior de su dentadura se desprendió, se deslizó sobre el labio inferior y quedó suspendida en una inquietante mueca al aire libre.

Joder, si que ha sido rápido. 

Con cuidado, pasó un dedo por debajo de la prótesis y la destrabó. El labio inferior se estiró y luego retrocedió de folpe con un ligero plip. Dan puso la dentadura en la mesilla de noche, hizo ademán de levantarse pero volvió a sentarse. Aguardó a la neblina roja que la enfermera de Tampa había llamado «la boqueada»... como si fuera una inhalación en vez de un hálito. No llegó. 

Debes esperar.

Muy bien, podía esperar, al menos durante un rato. Trató de alcanzar la mente de Abra y no encontró nada. Quizá eso fuera bueno. Acaso estuviera ya haciendo lo posible por proteger sus pensamientos. O quizá la propia capacidad de Dan —su [cursiva] sensibilidad— había partido. De ser así, no importaba. Regresaría. Siempre había regresado, en cualquier circunstancia. 

Se preguntó (como se había preguntado otras veces antes) por qué nunca veía moscas en los rostros de los huéspedes de la Residencia Rivington. Quizá porque no era necesario. Al fin y al cabo contaba con Azzie. ¿Veía el gato algo con aquellos ojos verdes? Quizá no moscas pero... ¿algo? Así debía de ser.

¿Son éstas las voces de nuestros amigos muertos, o tan sólo el gramófono?

¡Reinaba tanto silencio esa noche en la planta y aún era tan temprano...! No se oía ruido de conversaciones en la sala común al final del pasillo. Ningún aparato de televisión o radio emitía. No oía el crujido de las zapatillas de Poul ni a Gina y Andrea hablando en voz baja en el control de enfermería. No sonaba ningún teléfono. Y en cuanto a su reloj...

Lo levantó. No era de extrañar que no oyera su débil tictac. Se había parado. 

El tubo fluorescente del techo se apagó y sólo quedó encendida la lámpara de mesa de Eleanor. El fluorescente volvió a encenderse, y la lámpara parpadeó hasta apagarse. Se encendió de nuevo. Entonces, ambas se extinguieron de forma simultánea. Encendidas... apagadas... encendidas. 

—¿Hay alguien aquí?

La jarra sobre la mesilla de noche tintineó, luego se acalló. La dentadura que Dan había quitado dio un chasquido inquietante. Una extraña onda recorrió la sábana de la cama de Eleanor, como si algo debajo de ella se hubiera puesto, asustando, en repentino movimiento. Un soplo de aire cálido plantó un rápido beso en la mejilla de Dan, luego se esfumó. 


—¿Quién es?

El corazón continuaba latiendo a un ritmo regular, pero lo sentía en el cuello y en las muñecas. Notaba el pelo de la nuca espeso y erizado. De repente supo lo que Eleanor había presenciado en sus últimos momentos: un desfiles de

(gente fantasma)

muertos, entrando en la habitación a través de una pared y desapareciendo por la opuesta. ¿Desapareciendo? No, partiendo. Dan no conocía a Seferis, pero sí a Auden: La Parca se lleva al que nada en oro, al mar de gracioso y a aquellos bien dotados. Ella los había visto a todos y se encontraban aquí a...

Pero no. Dan sabía que no. Los fantasmas que había visto Eleanor se habían ido y ella se había unido a su desfile. A Dan se le había dicho que esperara, y estaba esperando. 

La puerta que daba al pasillo giró despacio sobre sus goznes, hasta cerrarse. La puerta del cuarto de baño se abrió.

De la boca muerta de Eleanor Oullette surgió una única palabra.

—[cursiva] Danny. 

Stephen King
Doctor Sueño